“A day in the life” (The Beatles).
Cuando quieres hablar de un científico en el momento de su adiós te planteas qué se debe resaltar o cómo demostrar que era el mejor, no solo para ti por el cariño que le tienes, sino para que el resto entienda y llegue a pensar lo mismo que tú. Por lo tanto, entre científicos intentamos dar a conocer su faceta profesional enumerando los artículos y capítulos de libros: que fue el primero en hacer tal cosa o tal otra, que introdujo esta técnica, que realmente fue él quien hizo por primera vez ese procedimiento… Pero para mí eso no refleja lo que somos como científicos, ni para mi amigo tenía mayor importancia; siempre lo hablábamos en su casa con un vino, él, y una cerveza, yo, y siempre decía lo mismo, “a mí eso me da igual”, y ¡era verdad!, que es lo más extraño.
En este caso, los artículos que tiene mi amigo Enrique Reig publicados, aunque no los voy a mencionar, nadie sabe el valor doble que tienen. Se “cabreaba” cuando le mandaban correcciones, “¿pero qué sabe este?, si lo hago yo…”; qué ¡GRANDE!, pues así era y por eso mi reconocimiento y mi escrito y mi sentir es otro que el meramente escrito por un científico que cuente qué aportaciones ha hecho en este campo otro científico, aunque este último sea enorme.
Qué aportaciones digo… ¡Si lo aportó todo! Qué valor, ¿no? ¡En el hospital que se formó, el nivel profesional que le rodeaba y se va a “Dolor”! Qué cabeza más privilegiada, qué visión de futuro, qué ganas de ayudar a la gente, qué ganas de ayudar a los pacientes.
Y paso a enumerar su LEGADO: siempre se trabajaba en silencio, rápido, limpio y de forma excelsa, no entendía otra forma de hacerlo.
Tu GRANDEZA. Siempre recomendabas lo mejor, me enviaste a rotar con los mejores, pero ninguno de ellos tenía a mis ojos tu fuerza, tu clarividencia, tu carácter ni tu luz, que llenaba el quirófano cuando entrabas a enseñar a mis maestros cómo hacer un “disco” o un “trigémino”, qué grandeza, qué limpieza, qué bonito fue para mi compartir a tu lado mis experiencias durante más de 10 años.
Tu CARÁCTER… “¿Qué pasa?, ¿qué quieres?, ¿tienes otro hijo, Abejón?” eran el inicio del 90 % de las conversaciones telefónicas; esto da para otro editorial, pero noble, eres muy noble; desde donde estás lo eres y siempre lo serás para mí. Siempre educaste, enseñaste y no guardabas nada para ti, para diferenciarte de los demás. Me diste todo, y un editorial es corto para poder expresarlo, incluso conseguí lo que nunca podría imaginar, sentarme en tu silla, en tu unidad, en tu hospital, yo me limpiaba antes de sentarme en ella cada mañana para no estropearla y luego me ayudabas como siempre para salir de todos los problemas que no sabía solucionar. Seguro que te acuerdas de dónde estábamos cuando me llamó el gerente, y seguro que te acuerdas de dónde fue la cita; seguro que allí donde estés te acuerdas del abrazo, cuánta ayuda tan desinteresada. Qué habría hecho sin ti.
Tu LUZ. Es la luz que nos deja ver este camino tan especial del tratamiento del dolor. Las nuevas generaciones no han tenido la suerte de nosotros, que hemos podido verte y oírte. Uff… Qué fuerte, qué calidad, qué conocimiento de la materia a tratar, qué experiencia en lo que hablabas o hacías… Mira que ¡hasta parecía fácil!
Cuando hacías algo brillaba, y la gente no sabía el porqué, pero tampoco tuvieron la suerte de poder pasar todos los sábados por la mañana estudiando para un examen, escribiendo para publicar, ¡ideando cómo diseñar técnicas, para luego comer y ver el fútbol! Qué grandes tardes arreglando el mundo, qué de ideas, qué de enseñanzas…
Ver el fútbol digo… No sé si te gustaba más el fútbol o que anduviéramos por ahí fastidiando Juan Carlos y yo, pero ¡qué tardes!
“¡Después de comer ya no se trabaja, eh!”; a la orden mi capitán…
Una vez, para terminar sobre tu manera de vivir, tu manera de ser, te dijimos Paco Gómez Armenta (“el de Cádiz es muy majo, ¿no?”, “sí lo es Enrique” [nunca supe si llamarte Enrique o Quique, porque siempre te llamaba “jefe”]) y yo que queríamos darte un premio en nuestro curso de cadáveres anual... Error: “a mí me lo das cuando me muera”. Lo lamento tanto, amigo, ahora ya sí puedo dártelo. Qué pena más enorme tengo maestro, ¿por qué eres tan rudo para todo?, ¿hasta en este momento? ¿Así tenías que hacerlo? Joder, qué pena tengo “tronko” (risas de Enrique, pero ¿cómo hablas así David?).
Te quiero mucho amigo, has sido lo mejor que me ha pasado en este extraño mundo laboral…
Pero nunca te irás, siempre estarás a mi lado.
Cuando camines a través de la tormenta, mantén la cabeza bien alta, y no le tengas miedo a la oscuridad, al final de una tormenta hay un cielo dorado.
Siempre a tu lado, con amor.