El dolor crónico es, sin duda, una de las grandes epidemias silenciosas del siglo XXI. Afecta a más de una cuarta parte de la población española (según el Barómetro del Dolor de 2023, a un 25,9 %) convirtiéndose en una prioridad sanitaria con impacto directo sobre la funcionalidad, el estado emocional y la calidad de vida de quienes lo padecen. Este contexto obliga a una reflexión profunda sobre las herramientas terapéuticas que utilizamos y, entre ellas, los opioides siguen ocupando un lugar ambivalente: eficaces y temidos a partes iguales (1).
El uso de opioides en el dolor crónico no oncológico (DCNO) se encuentra en el epicentro de un debate internacional plagado de controversias científicas, sesgos ideológicos y realidades asistenciales. Mientras que su eficacia en el dolor oncológico no genera debate, su utilización en el DCNO está sujeta a un cuestionamiento constante, especialmente desde la irrupción de la crisis de opioides en Estados Unidos (2). Sin embargo, trasladar acríticamente ese paradigma a nuestro entorno supone un riesgo: el del infratratamiento del dolor, la estigmatización del paciente y la parálisis terapéutica del clínico (3).
El reciente estudio llevado a cabo en la Unidad del Dolor del Hospital de Guadix aporta una contribución valiosa y necesaria al conocimiento científico: analiza de forma comparativa el impacto del tratamiento prolongado con opioides potentes (durante más de un año) en la función cognitiva de pacientes con DCNO, frente a un grupo control sin consumo de opioides. Los resultados son reveladores: no se encontraron diferencias significativas en la función cognitiva, evaluada con el test de Pfeiffer, entre ambos grupos. Este hallazgo es especialmente relevante, dado el miedo extendido entre profesionales y pacientes al deterioro cognitivo asociado a estos fármacos, especialmente en población envejecida (4,5).
Más aún, el estudio muestra un adecuado control del dolor (con una media de EVA de 4,6), una elevada satisfacción del paciente (85,2 %) y una baja tasa de efectos adversos severos o comportamientos adictivos reales. Aunque se observa un aumento significativo del estreñimiento, no se identificaron diferencias relevantes en la calidad del sueño, la ansiedad/depresión ni, insistimos, en el deterioro cognitivo.
En tiempos de opiofobia institucional y desinformación mediática, estudios como este permiten devolver el juicio clínico a su legítimo espacio: el de la evidencia objetiva y la individualización terapéutica. Como señalan diversos autores, la ausencia de ensayos clínicos aleatorizados a largo plazo con opioides no equivale a la inexistencia de eficacia o seguridad, sino a limitaciones éticas y metodológicas insalvables. Como bien dijo Carl Sagan, y recogido con acierto en el cuerpo del artículo, “la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia”.
Sin duda, los opioides no son inocuos. Como cualquier tratamiento potente, requieren selección adecuada de pacientes, titulación precisa, seguimiento cercano y vigilancia de efectos adversos. Pero también es innegable que constituyen una herramienta útil (en muchos casos insustituible) para lograr una mejora sustancial en la calidad de vida de los pacientes con dolor crónico, especialmente en aquellos refractarios a otras opciones terapéuticas.
Además, este estudio pone sobre la mesa una cuestión esencial: la necesidad de evaluar sistemáticamente la cognición como parte del seguimiento en pacientes en tratamiento con opioides, del mismo modo que se monitorizan el estreñimiento o el riesgo de abuso. Incorporar esta perspectiva es fundamental para la toma de decisiones clínicas, sin caer en la trampa de atribuir automáticamente todo deterioro a los fármacos, cuando otros cofactores (edad, comorbilidades, polifarmacia, afecto) están igualmente implicados.
La medicina del dolor debe estar guiada por el conocimiento, la compasión y la responsabilidad. Abordar el sufrimiento del paciente con rigor y sin prejuicios implica reconocer el valor de los opioides, sin obviar sus riesgos, pero tampoco magnificándolos desde una óptica ideologizada. Es tiempo de recuperar el equilibrio, la sensatez y la confianza en la ciencia. Esta investigación nos recuerda que el camino está en los datos, no en el dogma.
Esperamos que este estudio sirva de punto de inflexión para una conversación más matizada y científica sobre el uso de opioides en dolor crónico, especialmente en nuestra población envejecida. Porque si el dolor es real, el alivio también debe serlo.
BIBLIOGRAFÍA
1. Häuser W, Schug S, Furlan AD. The opioid epidemic and national guidelines for opioid therapy for chronic noncancer pain: a perspective from different countries. Pain Rep. 2017;2(3):e599. DOI: 10.1097/PR9.0000000000000599.
2. Volkow ND, Blanco C. The role of science in addressing the opioid crisis. N Engl J Med. 2023;388(9):791-3.
3. Vowles KE, McEntee ML, Julnes PS, Frohe T, Ney JP, van der Goes DN. Rates of opioid misuse, abuse, and addiction in chronic pain: a systematic review and data synthesis. Pain. 2015;156(4):569-76. DOI: 10.1097/01.j.pain.0000460357.01998.f1.
4. Häuser W, Petzke F, Radbruch L, Tölle TR. The opioid epidemic and the long-term effectiveness of opioids for chronic non-cancer pain. Pain Reports. 2017;2(6):e618. DOI: 10.2217/pmt.16.5.
5. Furlan AD, Sandoval JA, Mailis-Gagnon A, Tunks E. Opioids for chronic noncancer pain: a meta-analysis of effectiveness and side effects. CMAJ. 2006;174(11):1589-94. DOI: 10.1503/cmaj.051528.